La niña que miró a los ojos al fantasma de Ziggy Stardust
Ha colocado y estirado la camisa roja del uniforme, mientras la tabla de planchar chirría igual que lo haría su espalda si estuviera compuesta por vértebras de metal. La luz, mezclada con la lluvia fina, entra por la ventana de la sala, contaminándola del color de la hora más incierta del día.
A un lado, un vestido largo de seda azul cuelga en una percha de la puerta para evitar que arrastre; más de dos veces podría haber sido un vestido de novia, pero las circunstancias lo han transformado en un traje atemporal y del azul de las tormentas, casi gris.
El gris era el color por el que discurría su vida hasta el día que cruzó al otro lado de la carretera y buscó la caída de agua principal del Mynach. Sabía que, si bajaba hasta allí, todo el peso de la corriente, la piedra y la leyenda la aplastarían. Llevaba en las manos una taza de té que se había quedado frío. Primero vertió el líquido marrón que cayó en perfecta línea recta hasta difuminarse en el fondo del precipicio. Luego, fruto de la indolencia más que del descuido, dejó caer también el recipiente. La espuma del río engulló la taza blanca.
Había huido hasta aquel lugar para averiguar qué le pedía la vida y no empeñarse en dar aquello que la vida le rechazaba. Pero aquella localidad había aturdido su disposición al cambio, de nuevo. Se había entregado a una rutina aún más benévola que aquella de la que había escapado.
Aún era joven, pero ya había perdido mucho, tanto que se sentía desposeída de todo. Rota. Y, de todos los futuros posibles, escogió el más incierto.
Todos sus vestidos -casi hábitos- tenían bolsillos y en uno de ellos, siempre el mismo billete de cinco libras plegado en cuatro partes, soltando pulpa de papel a cada paso nervioso entre sus dedos. Llevaba años en su bolsillo y entre sus dedos.
—Creo en ti, le había dicho la madrina innumerables veces. —Yo creo en tu talento, sweetheart, le decía empinándose para darle un beso en las mejillas.
—Y he aquí mi inversión en ti, le dijo un día tendiéndole el billete de cinco libras, cuando era apenas una muchacha de diecisiete años.
La misma tarde, ella salió con sus amigos y le apeteció comerse un hot-dog. Estuvo a punto de gastar las cinco libras, hubiera bastado conservar la bendición de la madrina pero se quedó con el billete, como el primero de una serie de buenos actos.
Años después, la madrina y su esposo se retiraron a Norton, una aldea del antiguo condado de Radnorshire a dos millas de la frontera con Inglaterra, en Gales. Ella pensaba en aquellas tierras, y las dibujaba a su manera en una pequeña librería de Brighton donde los estantes verticales de libros se oponían a la redondez horizontal del valle. Vivir cerca de la madrina, sería una buena forma de empezar de cero.
En el Hafod, donde se hospedaría temporalmente, encontró un empleo de doncella a tiempo parcial que le permitiría descubrir quién era en soledad y qué debía hacer. Con la primera taza de té, la Sra. Meg —propietaria del establecimiento— le contó la leyenda del puente del otro lado de la carretera.
Ella recordaba haber visitado aquel lugar en ocasiones anteriores. Pero ahora se enfrentaba sola a la leyenda de Devil´s Bridge. Sola con una taza de té.
Hubo una mujer anciana en la comarca. Cuentan que se desesperó al perder a su única vaca al otro lado del río y que un hombre, vestido como un monje, escuchando los lamentos de la mujer, trató de ayudarla elevando un puente sobre el río a cambio de su alma, porque aquel monje era en realidad el Diablo. Pese a todo, la anciana fue más astuta que él y lo burló, conservando su alma y su preciada vaca.
Dicen que el Diablo aún se aposta ladino y a la espera en cualquiera de los cinco tramos de escaleras talladas en piedra diabólica, y que salvan los noventa metros de caída del Mynach. Dos arcadas más fueron construidas sobre el puente medieval de la anciana. Por alguna razón, este nunca se derrumbó, ni fue derribado por fuerza natural o humana.
Ochocientos años después, ella llegó a Devil’s Bridge, una noche de luna nueva en el mes de junio con intención de despeñar su amor y su dolor por la escalera de Jacob, como la Sra. Meg le había dicho que se llamaban aquellas peligrosas escaleras. Asomada al vacío por el más cercano de los puentes, construido de hierro, manoseaba el billete en el bolsillo y se preguntaba si el Diablo querría negociar con ella, a cambio de aquellas cinco libras.
Ensimismada aún con la plancha, Eve se recrea con placidez en su rutina. Estos últimos días se ha fijado que Stan reparte fruta y verduras frescas, con una Ford roja, como su uniforme. Stan siempre hace su última entrega en el Hafod: manzanas verdes, bananas, patatas, zanahorias, guisantes y coles para el roast chicken de la cena dominical. Fuerte y educado, tiene además un rostro amable.
Eve perdió a su padre y el amor de los demás hombres la habían decepcionado profundamente. Sin embargo, el aire principesco de Stan le transmite sosiego.
Un sábado por la mañana en que Stan descargaba sus cajas con los brazos sucios de la tierra de las patatas y ella se apresura a ayudarlo, sus manos se rozaron en el intercambio del cajón de las manzanas.
Él dijo: —¡Eve, tú deberías ser quien me diera a mi una manzana y no yo a ti el cajón entero!
Ella sonrió y añadió en un susurro impostado: —Yo no hablaría del pecado original tan cerca de la morada del Diablo. Rieron con ganas. Hacía meses que Eve no reía tan suelta como las aguas del Mynach.
Stan la invitó a salir aquella tarde y Eve aceptó de buen grado. Si tiempo atrás había decidido ser una mujer triste, vestida de azul tormenta, aquel día le daría a Stan la oportunidad de hacerla sonreír. Daría tregua a tantas tazas con las que veía su pasado hacerse añicos día tras día contra la piedra ennegrecida de aquel puente, propiedad del Diablo al que buscó y tentó con sacrificios. La Sra. Meg le reducía del salario semanal el precio que cubría aquella extravagancia de arrojar la vajilla del hotel por el puente. Ambas lo aceptaron silenciosamente. El día anterior a su cita con Stan, la Sra. Meg había servido el té en la porcelana con la que se inauguró el hotel, y cuando Eve ya estaba asomada al puente, con un gesto cómplice, le cambió la suya por una de las de loza blanca del desayuno. Lo que la Sra.Meg y Eve no sabían es que aquel sería el último sacrificio, la última taza que Eve lanzaría desde el puente. El último homenaje a la rabia y el sentimiento de abandono que le hicieron arrojar la primera tiempo atrás. Tal vez la Sra. Meg tendría que haberle permitido sacrificar una de sus tazas de china de Coalport para que el Diablo se sintiera honrado con la ofrenda.
Condujeron en silencio por las sinuosas carreteras del valle. Tardarían algo más de una hora en llegar al pub en el que iban a encontrarse con unos amigos de Stan. Eran músicos y tocaban para músicos. Se movían entre músicos y era probable que coincidiesen con alguna banda conocida. Escucharían a los Beverly Nightmare en vivo y miraría a los ojos a Joe.
—¡Cuidado con los ojos de Joe, son peculiares!, le había advertido Stan aún en la carretera.
Instintivamente, Eve miró su ropa, quizá no llevara la más adecuada para asistir a una Jam Session de lo que parecía, por el nombre del grupo, una noche de rock; desabotonó un par más de botones su vestido. Stan, que miraba el retrovisor central, percibió el gesto y sintió la esperanza como un cálido calambre que le recorría el pecho insuflándole coraje, sobre todo sintió la valentía de acercarse a ella de una forma más personal. Stan era un hombre honesto. Frenó la tromba de pensamientos que le cruzaron la mente al ver el raso azul resbalar por el muslo desnudo de Eve. Le habló:
—No te preocupes por la distancia; te prometo que estarás de vuelta para servir el desayuno del Hafod a las 7:30.
—No me preocupa Stan, le sonrió Eve.
Había cierta belleza destartalada en ella. Capas de tristeza y soledad apilándose como los puentes del Mynach, debajo de aquellas capas, una niña trémula de inmensos ojos azules lloraba por ver la luz y añoraba una compañía tierna. Dejar de tener miedo al amor y a su abandono.
—Ya hemos llegado. Stan frenó en seco la furgoneta que resbaló sobre la gravilla del parking, y acabó la maniobra con perfecta desenvoltura. Llegaron temprano.
—¿Has cenado V?, le preguntó. A él le gustaba cortarle el nombre de aquella manera. Quitarle las vocales que le otorgaban amplitud, dejarle la afilada y misteriosa consonante. Stan no era un tipo corriente, por más que sus hábitos sencillos parecieran lo contrario.
Se sentaron en la barra; pidieron un sándwich de queso cheddar y pepino con crema agria que compartieron y media pinta de Guinness cada uno. Un viajero leía una vieja copia del Mabinogion frente a una pinta de Strongbow, mientras un grupo de turistas holandeses hacían crujir las tablas del viejo pub.
Sonaron los goznes de la pesada puerta de la entrada y entraron los ojos más fabulosos de la historia de la música. No lo era, no podía serlo, pero el parecido era prodigioso. Eve se volvió hacia Stan con la pregunta en la mirada.
Stan le confirmó la evidencia: —Podría ser David Bowie, ¿verdad? Ese es Joe. Te dije que te asombraría. No debería sorprenderte mirándolo o serás presa fácil para él. He sido testigo de sus cacerías en múltiples ocasiones y, si tiene la más mínima oportunidad, la aprovechará.
Tarde. Eve no podía dejar de mirar a Joe intentando discernir si en la cara del verdadero David Bowie, el ojo más oscuro estaba en la derecha o en la izquierda. Para cuando Eve reaccionó, Joe ya estaba encima de ellos.
—Hola Stan, dijo dándole la espalda y besando la mano de Eve.
Stan enmudeció. Mientras que Eve, sonreía incrédula y divertida. El alma de aquella niña que fue, le rebullía en su interior, efervescente.
—¿Te han dicho cómo te pareces a David Bowie? Stan no daba crédito a que Joe tuviera aquel efecto en todas las mujeres, incluso en una tan especial para él como Eve.
—En realidad soy el fantasma de Ziggy Stardust, pequeña. Joe parecía conocer su anhelo, su neurosis, sus conciliábulos con el Diablo. Pidió un café expreso. Se lo sirvieron una pequeña taza humeante.
A Eve, el pub le daba vueltas. Solo el aroma cálido de Stan la mantenía estable y sentada sobre el taburete de terciopelo rojo, sólo ese aroma podía evitar que el vértigo que sentía la dejara caer.
Los ojos de Joe se hacían más fuertes en los silencios mientras ella trataba de incluir a Stan en la conversación. Joe hablaba de sus proyectos musicales y jugueteaba con su taza de café. Le contó que el color dispar de sus ojos no era de nacimiento sino que, jugando de niño, una piedra le había lesionado el músculo ocular dejando permanentemente dilatada su pupila.
La tela azul del vestido de Eve volvió a resbalar por su muslo rosado y Joe apartó los ojos de ella un segundo para recoger la tela y colocarla nuevamente sobre su pierna. Ella aprovechó el instante de desconexión, se apoyó levemente sobre Stan y se separó de Joe.
Joe, en el gesto de retenerle la mano, tiró la taza de la barra que llegó hasta los pies de Eve. No se rompió. Ella la recogió del suelo y la colocó de nuevo sobre la barra. Una pequeña mella le arañó la piel de la yema del dedo y le brotó una gota de sangre. Joe le cogió el dedo:
—Con esta gota de sangre podrías ser mía. Sangre del alma de una niña para unos ojos heridos provenientes del espacio. Stan retuvo el brazo de Eve para evitar la escenita del besamanos de nuevo.
—No he vendido mi alma al Diablo en los ciento cinco días que lo he tenido cara a cara y no te la venderé a ti a cambio del Amour Fou que me ofreces. Muchas tazas se han roto en Devil´s Bridge antes. Contenían aire, los posos de té y mi miedo.
—Dame un pedazo de papel, le urgió Joe. Parecía que se había vuelto humano. Por un instante, su oscura pupila reaccionaba a los cambios de luz. Ella, inconscientemente, sacó del bolsillo el billete de cinco libras y se lo entregó. Joe anotó algo precipitadamente, estirando sobre la barra el papel moneda.
La gota de sangre cayó sobre el billete de cinco libras de la madrina y sobre la ampulosa caligrafía de Joe: Amour Fou.
—Te escribiré una canción, dijo Joe. —Pocas niñas toman el té con el Diablo y salen indemnes, añadió.
En más de cien días el Diablo no había sido capaz de encontrar el alma de Eve que tantas veces le había ofrecido servida en taza sobre el puente El estrépito del río Mynach se había tragado la voz infantil de Eve y el Diablo —viejo y sordo—pese a estar sediento, entre las negras piedras del puente, no había escuchado o no había sabido escuchar la llamada de Eve. Todavía no, mi joven criatura.
Joe no había podido seducirla tampoco. Las artes de aquellos ojos que parecían provenir de fuera, de un lugar lejos de la Tierra, no habían conseguido engatusarla.
Joe y el Diablo habían renunciado a Eve y fue Stan, un hombre honesto con los pies en la tierra, quien la llevó de vuelta a casa antes de las 7:30 de la mañana siguiente, a la hora precisa para servir el desayuno en el Hafod.
En las noches más silenciosas, Eve aún escucha el salto de agua más pronunciado del Mynach y, con cada gota de agua atomizada por la fuerza de la caída, laten sus emociones y también se volatilizan. Siente plenamente la fragilidad de su nueva situación y de que no podrá perpetuarla, sin riesgos. Amour Fou.
Bajo el agua, piedras blancas como la leche recuerdan los añicos de todas las tazas de té que Eve se tomó con el Diablo antes de conocer a Stan y redimirse en los ojos del fantasma de Ziggy Stardust. Nunca más volvió a ver a Joe. Nunca más rompió una taza.
Pidió la Ford a Stan y recorrió el trayecto que la separaba de la madrina. Ella la esperaba con el té de las cinco servido en unas preciosas tazas de porcelana china. Por servilleta, un billete de cinco libras.
—No lo pierdas, sweetheart; y no le compres amor al Diablo, aunque tenga los ojos del viejo Bowie.
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