Patricia Romero | Una versión posible del Hilo Rojo del Destino
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Una versión posible del Hilo Rojo del Destino

Hilo Rojo del Destino

Una versión posible del Hilo Rojo del Destino

 

 

Now, I believe in fate

because of you

 

Quizá sucedió todo –lo trascendente- demasiado deprisa.

Una extraña fuerza le hacía huir de los errores que había cometido y le obligaba a correr, precipitarse como si supiera de antemano que moriría de forma prematura. Elia se hundía.

Pero Elia no se moría; y si lo hacía, era como todos los seres, día tras día, pero ningún fin próximo le acechaba; sin embargo, fantaseaba a diario con ese momento. Inventaba treinta formas de morir y esa misma idea le empujaba a apresurarse aturdida en cualquiera de las decisiones que tomaba. Moría treinta veces al día aunque el día solo tuviera 24 horas porque despertar en esta etapa de su vida era un ejercicio siniestro para ella. Tenía treinta años.

Resolvió que acabaría con aquella sensación de una vez por todas. Necesitaba de una dulzura que jamás le darían las manos y labios masculinos. Podría arrancarse la piel a tiras pero el olor acre de aquel amante flácido y ausente jamás se evaporaría de la superficie de su piel y del fondo de sus fosas nasales de no ser por el olor de la piel de una mujer.

Lo primero fue la calidez de los labios de Claudia. Estaban tan suaves y tan vacíos de lascivia que la sedujeron al momento y no pudo reprimir el deseo de acariciarle un pecho; un simple acto reflejo de la necesidad de contacto físico con un ser humano que no le provocase dolor. Creyó Claudia que Elia buscaba su corazón; que después de tanto tiempo escuchando sus atormentados desvaríos y consolarla, por fin Elia cedía a su amor y lo aceptaba; pasando de ser fraterno a ser íntimo. Costó muy poco –nada-, seguir adelante con aquella historia. Era sencillamente atractivo salir de un fracaso y ensimismarse en una relación tan frágil. Ella sabía. Eran muy sofisticadas juntas, como si los intereses compartidos llenasen los vacíos abisales que las ahogaban a ratos. Multiplicaban su inteligencia la una sobre la otra, contra la otra; no sentir la sensación de que la invadieran y poseyeran era tan terapéutico y a la vez tan nostálgico. No tardaría en anhelar el contacto de la piel de un hombre dentro de ella pero seguiría negándoselo un tiempo más porque, al igual que el dolor que provoca un miembro fantasma, el suyo acabaría cediendo y ella no volvería a sufrir, ni a sentir nostalgia. Amar a Claudia era sencillo y le hacía sentir poderosa. No había forma de descubrir en aquel momento, en aquella fase de la relación, que no estaban haciendo lo correcto. Que simplemente eran una distracción la una para la otra.

Creció a su lado. Se sintió grande y crecieron sus ambiciones. No había nada que las distrajera de ser egoístas y felices. Decidieron que no habría hijos; por el carácter de ambas, las dos habrían querido ser el óvulo, el vientre, hubieran chocado como dos trenes de mercancías por escoger el espermatozoide perfecto, el método de concepción adecuado. Aunque lo hubieran dejado al azar, ambas hubieran deseado sacar la cara ganadora de la moneda, la tijera que corta el papel, el palito más largo…y, en el fondo, en el muy fondo de su ser, Elia se hubiera dejado inseminar de forma natural con tal de notar de nuevo la fortaleza de un pene chocando contra las paredes de su vagina. Echaba de menos el vigor de un hombre, su olor. Pero seguía negándoselo. El No-hijos resolvió la pega y todos los anhelos. De golpe.

Escogieron perro. Uno enorme. Para seguir llenando vacíos. Tenía un color imposible, casi metalizado de lo azulado que era el gris. A Elia, los ojos de aquel perro argentino le infundían miedo, uno atroz a que el dogo sabía en todo momento lo que ella pensaba. Eran cristalinos y azules, casi sabios. Gandalf llenaba su salón y aparentemente también sus vidas. No era ella la que asiduamente lo sacaba. Era, por así decirlo, la menos dueña de las dos, pero ponía la parte sensible en la educación del animal, la parte más femenina de ese yin–yin tan forzado a las circunstancias. Seguían queriéndose, eran civilizadas. Pero amar solo su parte no física empezó a fallar. Tal vez no fueran tan talentosas ni tan creativas, tal vez no existieran tantos sueños, ni tantos paisajes por contemplar, ella quería discutir con un macho, y comenzó a fijarse en las mandíbulas del conductor de la línea C que la llevaba al trabajo. En las manos del cartero que le entregaba las facturas, en las caderas del ciclista que pasaba esporádicamente por el campo de visión de su ventana. Se servía lánguida al llegar a casa, no se negaba a Claudia y entregaba su cabeza al puzzle de ojos, manos, caderas, piernas que había cazado visualmente durante el día. Fantaseaba. Era difícil que no se le notara. Ambas sabían; aun así, la vida seguía siendo fácil. No apasionante pero llevadera.

Sucedió algo. Murió el padre. No el suyo. Eso hubiera sido terrible, catastrófico para su ser, devastador para una mujer rendida a la figura paterna, una figura a la que consideraba imbatible. El único hombre que jamás la decepcionaría. Murió el otro padre, el de Claudia, una relación más terrenal y más interesada de la hija hacia el padre como es lo natural. No había ni de lejos idealizaciones y sí la tranquila asunción de quien sabe que de un padre cabe esperarlo todo, por defecto. Incluso la muerte. Elia hubiera interpretado la muerte del suyo como una decepción, la traición definitiva de aquel que nunca la traicionaría; si pudiera pensar las cosas de una forma más mundana como Claudia tal vez no todo dolería tanto, todo sería menos intenso pero mucho menos desconcertante. Se equivocaba. Claudia, pese a su mayor asepsia sentimental no entendió el final de su progenitor, se culpabilizó para llenarse luego de una autocompasión enfermiza. El padre se fue de pronto y sin previo aviso. En mitad de una soberana discusión en la que demandaba respeto de una forma terriblemente autoritaria. Le mató una enfermedad lenta y silenciosa. Una que no dio la cara hasta que fue demasiado tarde. El orgullo impidió a Claudia asimilar qué y por qué sucedía aquello. Se aisló. Lo negó todo y se apagó; interrumpió un duelo necesario y negó cualquier tipo de ayuda. Dejó de pasear al perro.

Y así comienza esta singular historia en la que una de dos mujeres se apaga mientras la otra resiste y se resiste, envueltas en los mismos acontecimientos.

Elia comenzó a sacar el perro de Claudia a regañadientes, no era su perro, no fue su elección. Ella quería un perro pequeño, un chihuahua color canela de collar rojo que atendiera al nombre de “Sr.Topper”. Un dogo argentino gris profundo no podía llamarse Sr.Topper o tal vez sí, le hubiera imprimido carácter, la personalidad rezongona de un chihuahua mexicano. Pero no, el dogo se llamaba Gandalf. Claudia se lo había puesto en honor al mago y ella empezó a llamarlo Gandolfo como revancha por dejarla con el perro e irse, a ninguna parte pero irse, y del todo. Sonaba menos místico, se sentía ridícula ante el aura espiritual de Claudia que todo lo envolvía.

-No eres mágico Gandolfo; eres un cabrón chantajista. Se presupone a cualquier perro la habilidad para detectar la depresión de sus dueños y no se mueven de su lado; sin embargo tú solo quieres pasear. Maldito perro indolente.

Pasó el tiempo, ese tan manido que todo lo cura y sin darse cuenta los paseos se distendieron, se alargaron, la correa se fue soltando y comenzaron a disfrutar de aquello a lo que los hechos les obligaba. Es posible que antes, en presencia de Claudia, ni Gandolfo, ni ella se entendieran.

Vivían al final de un barrio con vistas a la sierra. Divisaba una línea de tren y un trazo oscuro de montaña en la noche como línea de horizonte. Vista idéntica a la que recordaba de su infancia. Las mismas luces titilantes que de niña alimentaron sus sueños de ser grande. Tan grande que se asfixiaba como si un globo se empeñara en inflarse dentro de sus pulmones. Así de grandes habían sido sus esperanzas. Todo era fértil entonces; todo posible. Y aquellas luces, siempre le hicieron confiar en que llegaría. Vibraba con ellas. Temblaba de frío en invierno, pegada al cristal de la ventana de su dormitorio. Ahora, treinta y cinco años después, los paseos con Gandolfo le devolvieron aquellas vistas y aquel sueño menos intenso pero aún con la chispa de posibilidad que le encendía el pecho aunque no llegara a cortarle el aliento como antaño. Seguía aquellas luces nocturnas y prolongaba los paseos hasta sentir agujetas en los pies de tanto caminar y en los ojos de tanto mirar. Cada vez le extasiaban más sus luces. Paseo tras paseo, no se daba cuenta de que Gandolfo se iba haciendo cada vez más pequeño. Todo a su alrededor se fue convirtiendo en un decorado que si guardaba silencio podía ser tolerable pero que la irritaba sobre manera cada vez que le reclamaban la más mínima atención. Tanto más irascible cuanto más legítima era la demanda. Su futuro seguía creciendo con las luces de la infancia, mientras Gandolfo menguaba de la misma forma que lo hacía su pasado. Su presente parecía de cristal. Transparente y frágil.

No quería otra cosa que no fuera que llegase el final del día. El perro como una excusa.

Sin darse cuenta Gandolfo se convirtió en el Sr.Topper de lo pequeño que se había hecho. El collar se le quedó tan grande que un día, harto de disimular, se escabulló por el aro inmenso del collar y huyó. Sin más. Como una liebre. Ella se lo quedó mirando. Inmóvil. Buscando el sentido de aquel gesto animal.

-Ingrato. No tenía claro a qué o quién se lo llamaba.

Gandolfo huía por puro instinto detrás de las feromonas de una hembra perruna que parecían demostrar que lo querían más que ella, al menos aquella noche. Tal vez luego de un rato se arrepintiera pero los perros no piensan en mañana.

Aquella noche, la de la huida de Gandolfo, ella paseó una correa durante más de dos horas. Aquella noche, Elia hubiera querido fundirse con sus luces. Fundirse con su sueño aunque ello supusiera no realizarlo por pura metafísica. No puedes alcanzar lo que ya eres. Menos en su caso que suponía cambiar de estado físico y, por tanto, sucumbir en su actual forma material. Cómo puede un cuerpo humano convertirse en luz, vibrar en la longitud de onda en la que vibra el espectro visible?

Por unos segundos, de vuelta a la realidad, pensó en qué le diría a Claudia respecto a su Gandalf; concluyó que no había forma de evadir con eufemismos lo inevitable: -Me voy Claudia. Gandalf solo se me ha adelantado. Me voy. Podría quedarme y huir permaneciendo a tu lado. Huir en otra persona mientras sigo haciéndote creer que estoy aquí.

A Elia le dolían las palabras según las pensaba. Claudia lo estaba pasando francamente mal y ella se sentía impotente de no poder ayudarla. Sentía pena, culpa, ira pero también, egoístamente, ella debía ponerse por delante, nadie cuidaría de ella mejor que ella. Así explicaría a su mujer ausente la evasión desapercibida de su perro menguante.

-Gandalf ha huido, Claudia. El aglutinante de su pareja, su “elijo-perro” se había esfumado, fundido con las luces en el horizonte.

Elia creía haber dicho en voz alta estas palabras pero no lo había hecho. Es más, estaba aferrada al cuerpo dulce y cálido de Claudia, con el amargo sabor de las palabras no pronunciadas. Se sentía tan sola. Atrapada en el devenir de ideas y emociones contradictorias, echando lágrimas silenciosas sin poder parar. Claudia interpretó aquel llanto como la aflicción por la pérdida de Gandalf.

Elia seguía deseando volver al cuerpo de un hombre. Casi se le había olvidado lo que se debe sentir. Todo su cuerpo producía un discurso feminista pero echaba de menos un pectoral llano y firme, unos glúteos fibrosos y contenidos, menos redondeces, más aristas, menos suavidad, más fuerza contenida; quería llorar en los brazos robustos de un hombre; intuir que, si esos brazos quisieran, podría no escapar nunca de ese abrazo y saber que, pese a ello, jamás la oprimirían tanto como la dulzura de Claudia.

Quería que su útero cobrara sentido literal, quería ser hogar y para eso necesitaba un varón. Después de tantos años volvía a sentir una prisa incontenible por resolver.

Pasaron unos días. Quizá unas semanas. Pocas. No más de un mes. Seguía paseando de noche, sin perro pero con la manía de acariciar el mosquetón de la cadena de Gandalf, que aún llevaba dentro del bolsillo. Llegó a casa. La puerta de acceso al viejo inmueble estaba abierta, algo que le facilitaba mucho la labor; siempre se le resistió esa pesada puerta de hierro y, cuando no era Klaus, el viejo y gigante portero noruego, era Claudia la que tenía que responder desde arriba pulsando el automático. Sus llaves, como si estuvieran conectadas a las idas y venidas de su cerebro nunca funcionaron bien, ni a la primera.

Subió el primer tramo de escaleras del portal ya cautelosa, amasando en el vientre una emoción entre el temor, el mal presagio, la curiosidad y la incredulidad. Pareciera como si aquel viejo edificio de la calle de la Cruz, con sus escalones de mármol blanco, los viejos buzones de madera y las enormes mirillas de bronce con forma de roseta, gritaran a la vez. Todos los elementos del edificio, todas las puertas verde inglés parecían un séquito de plañideras. Incluso su quietud parecía falseada. El edificio bien pudiera estar dotado de todos los sentidos humanos y haber preferido ejercer el derecho a atrofiarlos voluntariamente; para qué ver, hablar, oír o ir, pudiendo quedarse allí, así, quieto. Elia percibía así las señales habitualmente pero las desechó, como siempre, negaba toda intuición. Aun así, subió los peldaños despacio, sin tomar el ascensor, como queriendo evitar llegar al tercer piso. En todos los tramos tenía el ritual de acariciar el mosquetón de metal tantas veces como puertas contaba en cada rellano, procuraba recordar a los habitantes de detrás de cada puerta; como si fuera una azafata de vuelo con su contador de pasajeros; era mecánico y, a la vez una suerte de ritual que le aportaba seguridad a ella y protegía a los actores involuntarios que participaban. Llegó al tercero y abrió la puerta; un olor extraño le llegó a la nariz al tiempo que se daba cuenta de que se le había olvidado contar a Claudia con el mosquetón. Lo hizo. Demasiado tarde. El olor sutil se fue haciendo presente de una forma que acabó siendo insoportable. Como guiada por hilos invisibles que tirasen de ella, sin dejar el abrigo, ni sacar el móvil, ni la cartera de sus bolsillos, se adentró por el pasillo hasta el corazón de la casa, el dormitorio y luego el baño. Se abrazó al marco de la puerta aliviada. Claudia no estaba muerta. De vuelta a su exageración literaria, había pintado su propia muerte de novela negra, de guión de serie policiaca. Pero no se había abierto las venas; había fumado, bebido una botella de Chardonnay , había escrito una inusual nota de suicidio: “Sé que anhelas que un tío te haga el amor con furia, enredado en tu lengua y jugando tanto con tu cuerpo como con tu mente; puedo dártelo todo menos eso. Estoy cansada. Cansada de ti, de mi, de ti y de mi juntas, y de ninguna en ninguna parte. Se acabaron mis días a tu lado. No quiero seguir. Estoy agotada. Sin más, llegué a todo cuando llegué a ti, pero a ti te queda un largo recorrido. Necesito ser yo la que huya, “la elegante y majadera que huya” no sin una nota de desdén. Y me llevo tu armario; no es sentimentalismo, necesito tus prendas, las que te envidié primero para luego enamorarme de ti. Un de ti que se convierte en sin ti porque, a tu lado ya no salgo de este atolladero. Te he inventado esta escenita para que me consideres muerta. Deja una luz de la mesilla encendida cuando te hartes de cuerpos y corazones masculinos. Puede que regrese de entre los muertos, más hermosa que nunca, a besarte mejor de lo que ningún hombre jamás hará”.

Elia se puso tan nerviosa que la risa y el llanto se le escapaban de forma casi simultánea. Claudia la había ido abandonando desde las 10:00 de aquella fría mañana de febrero. Desde esa hora temprana, mientras ella trabajaba en la oficina, Claudia había estado emborrachándose y colocándose para agarrar las fuerzas suficientes e irse bajo aquella lluvia incesante de invierno. Se suicidaba de su vida, se quitaba de en medio. No sabía si para siempre porque Elia no sabía cuanto tiempo tardaría en aclarar sus ideas; le apetecía besar a hombres, a todos los hombres que por alguna razón física o intelectual la sedujeran; no los amaría pero quería que sus labios quemaran de besar otros labios; no conseguía reprimir el deseo hacia el macho. Se convertiría en una coleccionista de besos y, aun cuando ya estuvieran fríos como el inerte cuerpo de la Claudia fingidamente suicidada, Elia seguiría alimentándolos. Mientras perdía a Claudia, tal vez para siempre, Elia se moría por seguir besando.

Estaba sola. Sin nadie que le ayudara a limpiar la surrealista despedida de Claudia. Lloró lenta, ya completamente melancólica y aterrorizada, con un miedo vacío directamente proporcional al que dejaban ella y sus cosas. Limpió todo con el sentimiento puesto en Claudia, sin reproches, con pena. Se desnudó, se duchó, se secó y vistió. Se puso el abrigo, vació los bolsillos en la entrada y salió a la calle. Aún hoy se pregunta por qué haría aquello, en aquel momento; el caso es que en el portal, un perro canijo y huesudo, más negro que la noche, la miraba con unos ojos saltones de color marrón; no llevaba collar ni correa. Estaba empapado y temblaba, pero la miró insólitamente a los ojos, dócil pero digno. Lo tomó en los brazos. El animal le marcó la mano con los dientes sin apretar, sin morder, era una simple advertencia de lo que podía hacerle pero no lo haría sin una razón. Repitió el gesto unas tres veces más y después le lamió la inexistente herida. La miró y se relamió. Tenía hambre. Instintivamente Elia le miró el sexo, solo se la quedaría si era una hembra.

La llamó Galadriel como contrapunto a la oscuridad de su manto. En homenaje a Gandolfo. Fueron al veterinario de urgencias. Galadriel no tenía chip pero que estaba sana. La desparasitó, la observó un par de horas y pudo llevársela a casa. A empezar de nuevo, a empezar de cero.

Le compró un collarcito de strass blanco que resaltaba el negro de su pelo. Le acortó el nombre a Gala y paseó con ella por el carril bici al anochecer siguiendo las luces titilantes del horizonte definido por la linde del cementerio y las vías de largo recorrido. Esperaba a que el tren de las doce de la noche pasara como una estrella fugaz; entonces regresaba a casa. Así se fue despidiendo de Claudia hasta que pudo borrar su nombre del buzón del correo. Y llenar los cajones vacíos. Buscó un hombre, muchos hombres a los que besar pero, ninguno con sus noches de sexo desinhibido y potente, llenó el hueco que aquella nota de falso suicidio que Claudia le había dejado.

No se enamoró. Pero fue madre. Fueron madres. Elia en un banco de esperma. Gali se lo montó mejor que ella y se preñó de Hércules, el chihuahua canela de un amigo-de-pasear-a-los-perros-gay.

La preñez de Gali se complicó al tiempo que el embarazo de Elia avanzaba sin complicaciones. Pasó más tiempo en la clínica veterinaria que en la consulta del obstetra. El día que tuvieron que interrumpir la gestación de la perrita para salvarle la vida, ella lloró desconsolada y él la abrazó en las puertas del quirófano. La abarcó como pudo salvando la barriga de gemelos y Elia lo besó. Sin preguntar. Sin pensar en novias, esposa,…solo lo besó porque aquel hombre que salvaba a Gala, salvaba sin saberlo el alma de su suicidada mujer reencarnada en perra. Muerta para ella. Viva y coleando en algún lugar del planeta.

Fue un beso más.

Nacieron los gemelos. Varones.

Gali sigue junto a ellos. Una perrita mestiza con un costurón en la barriga que necesita muchos cuidados y le sobra mala leche. Elia siguió besando al veterinario; y siguió buscando el beso perfecto que le hizo perder a Claudia.

Aún hoy sigue enredando sus hilos. Los gemelos han crecido. Cuando salen por la noche, Elia enciende una lamparilla de mesa en el piso de la calle Cruz. La deja para ellos, para evitar que tropiecen cuando regresen cansados de madrugada; inconscientemente se la prende a Claudia, por si fuera real lo que en aquella nota decía. Por si nunca hubiera muerto lo suyo. Por si regresara del olvido en el que ella misma la sumió. Más hermosa que nunca. Con un beso imposible prendido de los labios. Claudia no podría ser nunca el hombre que anhelaba su cuerpo por mucho que su corazón se empeñara. Elia regresa a la cama y besa al veterinario en los labios. Tiene un hombre que no es Todos los hombres pero le gustan sus besos. Apaga la luz; sobre la mesilla hay un ejemplar del libro que ha hecho tan famoso al tipo ese tan escurridizo que no concede entrevistas (salvo las escritas a través del email). El libro es extraño pero está bien escrito. Algo intenso la conecta con él. Aunque solo ha leído las primeras páginas, siente la necesidad de comprar compulsivamente toda su obra, sugerida en Amazon. Le atraen los títulos.

Al otro lado del planeta, una mujer con seudónimo de hombre escribe obras de éxito. En todas, un personaje femenino se suicida. En todas, una mujer espera que una luz se encienda detrás de una ventana como un faro. Llamándola, guiándola de vuelta a casa.

 

 

 

2 Comments
  • Sempervirens

    16 febrero, 2016 at 10:41 pm Responder

    Cuantas cosas pasan en este relato. Una tras otra, rápidamente nos llevan por el camino diurno y nocturno de esta gran historia de amor.
    Cuanta pasión, sentimientos y sobre todo besos, besos y más besos.
    Con su noble sacrificio ¿Habrá hecho lo correcto Claudia? ¿Se arrepentirá durante todo el resto de su vida?
    Arduo tomar decisiones a veces, pero dicen que siempre es mejor tomar una y alejarse sin girarse atrás.
    Seguir por el nuevo camino y escaparse, saltar fuera del ojo del huracán del insoportable sufrimiento amoroso.
    Y cuando el río del tiempo, que todo nos da y todo nos quita, haya fluido lo suficiente, aunque improbable, quizás algún día Claudia vea la delicada luz nostálgica que Elia deja encendida y se vuelvan a encontrar quien sabe donde, quien sabe cuando. Thumb up! I like it very much! Bye

  • Laura

    21 febrero, 2016 at 11:49 pm Responder

    Sabes cómo se llamaba la perra que martirizaba a Senda cuando era cachorra, y ha seguido haciéndolo toda su vida?: Sí…. Galadriel…. Gala para los amigos…. ¿Seguimos buscando coincidencias?……

    Me ha gustado mucho. Una bella historia de desamor, amando hasta el final….

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