
El Mar de Frida
Llego a la costa, al Castillo del Mar, con intención de reconciliarme con él, con ella, con su género líquido y con mi cuerpo agotado. Pero sé a ciencia cierta que el mar volverá a lastimarme y que mi cuerpo seguirá doliendo.
Así como se rechaza a quien nos descubre algo demasiado secreto y certero para ser digerido cuando se trata de una voz ajena, así le dí una vez la espalda al mar cuando, años atrás, me auguró una soledad que marcaría el resto de mis días. Después murió un ser queridísimo y también me lo dijo. El mismo mar de antaño, con su belleza imponente, hoy me mira de nuevo con toda su azuledad.
Un azul índigo tan intenso como el de la angustia mil veces retratada de Frida. La casa de Frida. El cuerpo de Frida. Frida de vida, Frida de muerte. Frida que nació fortuita, como todos lo hacemos y que murió cada día que vivió. Cada vez que perdía a un hijo, cada vez que sentía que se diluía un trazo del amor de Diego y que calmaba su sed de venganza en las lenguas y la piel de sus amantes. La siempre enamorada Frida. La fervorosamente entregada al Genio. Cada mañana se extinguía su cuerpo aparatoso, moría a cada espasmo de dolor inflingido por una espina retorcida, una pelvis hecha añicos y un pie molido. Todo ese dolor físico, toda la impotencia del amor apenas correspondido fluía hacia sus pinceles. Y se hizo arte. Se deshizo y rehizo a sí misma en cientos de telas y masonites.
Destilaban amor y odio, vida y muerte, ella y sus retratos, su pie, aplastado e inútil pero también velero en el mar. Su corazón usurpado, arrancado de su seno, apátrida en tierras áridas, deshaciéndose en un mar de sangre, siempre enamorado.
El mar de Frida fue un mar poco amable. Azuledad. He de suponer que la enfrentaba al pánico de morir en un día soleado. O demasiado pronto. Antes de Querer Todo a Diego, a quien celaba y cielaba, con saña y energía telúrica.
Mar de sábanas, de las camas en las que estuvo postrada una eternidad. Mar de lágrimas.
Me quedo su retrato, Recuerdos. Asaetada, torera, disfrazada. La de antes y la de después. Sobrecoge el pedacito de mar sobre el que navega un barco velero, pie inútil que huye. Veo el corazón de Frida como un manantial del que fluyen ríos rojos. Agotándose pero manando eternamente. Me sobresalta la fuerza que tuvo que invadir el corazón de Frida. Un sentimiento imparable que la obligó a crear y estar triste al mismo tiempo. Una niña triste y chocante hasta el final de sus días.
Virginia Calvo
15 agosto, 2015 at 11:05 pmIntenso como el sentir de Frida.
Que bello escribes.
Deseando leerte mas.