
Diario de mis viejas botas
Tengo una historia que viene escribiéndose desde siempre al revés: Finales como trozos de vidrio que van componiendo la imagen fragmentada de alguien que ansía alcanzar un principio, un comienzo definitivo antes de que sea demasiado tarde.
Con esos pedazos de cristal azogado he aprendido a levantar murallas. Son frágiles, pero la abominación que a veces devuelven los espejos, es suficientemente persuasiva para mantener a raya al enemigo.
También he construido presas al filo de mis ojos para evitar el desbordamiento de las lágrimas. Y así, convertida en estado de sitio humano, voy colocando andamios donde la vida tendría que sostenerse por sí sola.
Me gustan –en términos literarios- los regresos, pero siempre me estoy yendo. Yéndome por las ramas. Huyendo. Y lo peor de todo es que mis pies apenas se mueven. No me llevan a parte alguna.
Siempre me levanto de madrugada con la mera intención de salir corriendo. Sin embargo, un leve recuerdo cotidiano me devuelve a mi vida gris de secretaria y me apresuro a preparar el desayuno con las zapatillas de running y el short aún puestos. No salgo a correr, huyo en mi pequeña cocina americana mientras las galletas de chocolate se deshacen en mi café de adulto. Trato de invocar a la mujer valiente que mis amigos dicen que soy mientras me saco las deportivas, me visto y me calzo las viejas botas para ir al trabajo. Me importa un bledo que no sean femeninas o estén destrozadas por el paso del tiempo y las estaciones. Su voz –mi voz interior- me promete que algún día dejaré de escribir finales y comenzaré por el principio y ahí me instalaré, en un comienzo en el que quedarme. Me pongo en pie. Arreglo mi parte maltrecha con otro puntal lacerante pero útil y salgo de casa, armada de espejos hasta los dientes.
En el coche sólo recuerdo la letra de una canción y, aunque la música no se pueda tararear con palabras, viene a decir que no ha nacido quien me baje de estas botas, quien desenfunde mis piernas de estos dos vestigios de la mujer que soy, cuando soy.
-¿Las botas? Ellas son la verdadera razón de esta historia que es la siguiente:
…Recuerdo a una mujer.
-Te regalas, -solía decirle. Bailarina dentro de una Dance Box. Los resortes de la sensualidad y la atracción se ponían en marcha nada más sonar los primeros acordes de la música. Ensayabas en casa. Pero la pequeña caravana en la que actuabas, ejercía de caja de resonancia, ofreciendo un concentrado de música, movimiento y sudor de efecto tan contundente como las pastillas de caldo en un guiso. Sólo tus botas de vaquera puestas. Terminabas y te ibas. Ponías en marcha el motor y apenas dejabas que tu último admirador descendiera del vehículo. A veces se dejaban olvidados los huevos dentro, a veces el maltrecho corazón. Y era peor que perder las llaves. Mil veces peor que ser descubiertos por sus mujeres pensando en ti, en la intimidad de sus camas aburguesadas y lánguidas. Un día, uno cualquiera como aquellos en los que yo que me reía a tu lado de los despieces viriles que ibas dejando al paso de tu caravana, fui yo la que vio la parte trasera de tus botas. Te vi partir. Para siempre. Me las dejaste en prenda. Dijiste que estaban malditas. Que conducirías tu vieja caravana descalza hasta que te sangraran las plantas de los pies antes de volver a calzar aquellas endemoniadas botas siempre prestas a huir. Que preferías morir a seguir siendo sierva de Su viaje. Morir; inmenso precipicio entre tener demasiado y no tener nada de nada. Caer al vacío y, por no tener, no tener ni vértigo, ni miedo. El miedo inherente a la vida se esfuma cuando mueres. Es curioso que los occidentales interpretemos lo opuesto a morir, la vida- como tener, tener mucho, tenerlo todo, y si no, perseguirlo hasta la extenuación. Hasta conseguirlo cuando ya no quedan fuerzas para saborear casi nada. Asi que, ante ese pensamiento te plantaste y me plantaste tus botas de ida. Y te marchaste.
Recuerdo lo que me decías cuando frívolamente nos probábamos las cremas de Mary Kay en el chiscón que teníamos por aseo en el piso que compartíamos: -Los niños son esenciales. Por eso no tienen arrugas. Están definidos, nada perturba ni altera su identidad, no son menos, ni están por hacer, son esenciales. Son esenciales, -recalcabas.
Esenciales y tersos, puntualizaba yo para quitarle hierro a una sentencia tan filosófica tuya que de seguro nos sumiría en un silencio demasiado fértil para ambas. Acabaríamos con la botella de whisky de tu estantería y yo daría tumbos hasta mi cama en la habitación de al lado.
Quiero azúcar. Ese día sería la risa y el azúcar en lugar del alcohol. Éramos hedonistas cuando estábamos juntas. El alcohol, la comida, el sexo…hubiéramos devorado al mismísimo Dorian Gray, si se nos hubiera puesto a tiro en ese momento.
Quiero un hojaldre bañado en azúcar.
–No debo, pero lo quiero.
–Me seduce de lejos su aroma y su forma. No me puedo resistir.
Parecía que hablabas siempre de un hombre, de los labios carnosos de un hombre. Uno en exclusiva. Los tenías por decenas pero, cuando hablabas de comida, pareciera que estuvieras recorriendo el cuerpo de un solo hombre. Siempre el mismo.
Y nos comíamos aquel pecado de azúcar y carbohidratos sin importarnos la hora de la madrugada. Lo devorábamos con frenesí, con la aparente inocencia de un niño cuando en realidad parecíamos discípulas de DG en una de sus orgías.
Te mudaste. Dejaste nuestro piso compartido de estudiante y bailarina exótica. Y te fuiste. Me dejaste tus botas en prenda junto a un cuaderno de tapas negras de hule sobre el que habías pintado un corazón con laca de uñas roja.
Te gustaban tanto los corazones! Los coleccionabas. De todos los materiales y todos los estilos; la primera vez que me los enseñaste di por sentado que, secretamente, todos tenían un nombre de hombre grabado. Un hombre distinto a los clientes de tus bailes. Nunca me lo revelaste pero siempre fui consciente del efecto que provocabas en ellos. Te idolatraban, física e intelectualmente caían rendidos a tus pies; hubieran dado su reino y su cordura si tú les hubieras prestado la más mínima atención…pero tú no prestabas atención a sus señales. Demasiado centrada en unos labios como hojaldre. Era como si áquel amante habitara dentro de ti y tú en él.
…Suena una canción: …These boots are made for walking… abro la portezuela de la pequeña caravana…no hay hombrecillos haciendo cola para verme…tan solo un muchacho con los ojos tan dilatados como si se los hubieran ungido con belladona. Con total supremacía fumo un cigarrillo, prácticamente contra su rostro; él se restriega los ojos para substraerse un poco a la atracción. Soy una figura épica ante sus ojos, una guerrera de leyenda.
Despierta…
-No me lo digas, te has quedado dormida con las botas puestas, -suenas dentro de mi cabeza como si estuvieras a mi lado.
Y así operaban tus botas sobre la piel desnuda de mis piernas que absorbían la esencia de aquellas tardes oscuras de viernes y en invierno.
Llegará el verano y toda la melancolía quedará envuelta con el par de botas limpias y embetunadas entre las páginas del diario de la semana.
Aún no estoy lista para partir. Queda todo el otoño, todo el largo invierno pero llegará la estación del cambio y desearé profundamente que las botas que un día eligieron por ella un nuevo destino, marquen, como una brújula, también el mío.
Ferran
19 octubre, 2015 at 7:46 pmNo soy, ni me considero un lector literàrio. Pero no hace falta entender mucho para darte cuenta de que eres una auténtica escritora y que tienes mucho que decir.
Gracias por Compartirlo.
Un besazo
M.
15 septiembre, 2016 at 9:38 am“No salgo a correr, huyo en mi pequeña cocina americana mientras las galletas de chocolate se deshacen en mi café de adulto”
Es así. Las botas pisan sobre los deshielos.