Patricia Romero | El sabor del helado de pistacho
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El sabor del helado de pistacho

El sabor de los helados de pistacho

El sabor del helado de pistacho

Los helados de pistacho me provocan la misma sensación de felicidad que las galletas que descubro y que tienen el mismo sabor que las de mi abuela. Es una felicidad intensa que siento en el cielo de la boca, que baja por la garganta cuando trago y se instala en el estómago llenándomelo de mariposas que ascienden hasta la cabeza y me salen por la nariz. Simple felicidad.

El otro día sin ir más lejos me descubrieron un cafecito en el que acompañando a un buen expresso y por cincuenta céntimos la unidad, ofrecían unas galletitas de aspecto inmejorable. Víctima de una potente sinestesia, la visión de aquellas pastas en su tarro de cristal provocaron en mi boca una explosión de sabor indescriptible.

Así es como deben saber los recuerdos, -me dije.

Una de recuerdos, -exclamé.

-Perdón, -dijo la muchacha con un acento muy liviano y una voz tan frágil como su aspecto.

Repetí la comanda: -Una pasta de limón por favor, -señalé con el dedo el tarro lleno por si cabía alguna duda. Y un café solo, -añadí apresuradamente.

La muchacha, con una delicadeza exquisita atendió mi petición y me sirvió un café negro y una galletita. Todo a juego. Todo diminuto.

Me senté, azucaré el dedal de café, moví con la cucharilla de juguete, se desbordó la bebida en el platillo también de juguete, levanté la taza y comprobé que el aro tostado que dejaban impreso las gotas del café derramado era perfecto antes de llevarme la taza a los labios y probar la intensidad del café. Obviamente me demoraba en darle un mordisco a la galleta. ¿Cumpliría o no las expectativas de aquel recuerdo saboreado ante el simple contacto visual con aquel bote lleno de galletas de limón?

Si no cuento la importancia de la relación con mi abuela y cómo la encarnan esas galletitas todo lo anterior os parecerá desmesurado y fruto de una emoción excesiva.

Pasé muchos veranos con mi abuela, y muchas horas de esos veranos en su cocina, viéndola guisar de una forma prodigiosa. Ella cortaba, sazonaba, cocía sin alardes, pero estaba bendecida con un don en cuanto la llama del gas flameaba bajo sus pucheros, o el fuego de leña se cebaba con los tocones de madera seca dentro del gran horno de hierro que presidía la cocina, la sala más grande de la casa con diferencia.

Hay una historia en torno a esa casa de pueblo, a esa cocina y a la gran mujer que fue mi abuela, que me ronda la sesera desde hace años y quizá estas palabras sean la proclama idónea de que escribiré ese texto y le daré forma porque la existencia de mi abuela bien merece que yo saque mi alma de aquella alacena gris donde guardaba las galletas caseras y le rinda homenaje.

Publicaré un post que se llamará así, Mi alma en la alacena, y será no sé si comienzo pero sí fragmento, de una buena historia. Estad atentos; no puedo prometeros sino un buen analgésico para ese tipo de dolor que difícilmente se combate en el presente porque nace del recuerdo.

Ah sí! Por supuesto! Las galletas cumplieron con creces las expectativas de mi memoria.

3 Comments
  • Neo

    6 julio, 2015 at 11:11 pm Responder

    Leyendo “El sabor del helado de pistacho” donde sabores reales resucitan recuerdos familiares, ha sido casi automática la activación de mi propia memoria y volver con ella al tiempo cuando yo era niño y los seres queridos jóvenes o más jóvenes. En aquella época feliz, durante las largas y afosas vacaciones veraniegas, pasaba siempre algunos días, o en la casa de mis abuelos, o en la casa de algunas tías (que en la niñez me parecían más mayores de lo que en realidad eran). Tanto los abuelos como las tías vivían en casas muy grandes y frescas, con paredes anchas de ladrillos rojizos hechos a mano y jardines con árboles altos y frondosos que colindaban directamente con la huerta. No eran simples viviendas eran una especie de kibutz. Crecían y cultivaban varios tipos verduras y frutas y lo que aún hoy no puedo olvidar son los colores y olores de la huerta en las tardes de verano y el sabor de la fruta recién separada del árbol. Los melocotones eran deliciosos tanto para la vista, por el color intenso naranja igual que el horizonte marino visible desde la playa antes que anochezca,, como para el paladar, por el delicado sabor de su densa pulpa. Las cerezas eran de un rojo tan oscuro que casi parecían negras y eran mis favoritas, aunque terminaban siempre manchando indistintamente labios, mejillas, manos y pantalones o camisetas, haciéndome ganar así de vez en cuando algunas merecida materna colleja. Podría seguir, pero me limitaré por últimos mencionar las sandías que eran tan verdes a rayas blancas, grandes crujientes y pesadas que nunca me dejaban cogerlas. Antes de cortarlas las dejaban casi un día flotando en el agua de una fuente natural, por tanto el frescor era tan perfecto para la degustación que mastodónticas sandías desaparecían en un pis pas. En conclusión, ha sido superagradable leer tus recuerdos y así recuperar de la naftalina, con una pizca de melancolía, alguno de los míos. Bs

    • patricia

      13 julio, 2015 at 7:30 pm Responder

      Querido Neo!
      Te saludo así porque, siendo tu segundo comentario en el blog, bien mereces ser tratado como caro lector. Familiar como esos recuerdos, ahora compartidos de la infancia, al lado de abuelos “siemprevivos”, siempre jóvenes por el efecto de nuestra memoria. Y qué bien traídos esos recuerdos tuyos que casi se pueden saborear como el helado de pistacho. Ojalá y lo que escriba mañana (un mañana inconcreto) siga reconfortándote. Gracias!

  • Laura

    6 septiembre, 2015 at 9:50 pm Responder

    Tengo envidia sana….. (si la envidia puede serlo) de esos recuerdos de infancia. No es que yo no tenga los míos, pero no los tengo cocinando con mi abuela…. ¡Simplemente no le debía gustar cocinar porque lo hacía fatal!

    Mis recuerdos pertenecen a mi tía. Una tía que, por si no tenía suficiente con tres hijos pequeños, convencía a mis padres para que me dejaran pasar el verano con ella. Todos mis recuerdos, los más emotivos de mi niñez, los que permanecen indelebles en nuestra memoria, son para ella.

    No cocinaba especialmente bien, no preparaba deliciosos bizcochos…. Pero para mí era MI TIA, con mayúsculas, como lo sigue siendo hoy. A la que homenajearé siempre que tenga ocasión. Con enorme generosidad, sin pensar nunca en ella, pues a buen seguro entre comidas, baños y pañales no le quedaba tiempo, siempre encontraba el momento para pedir a mis padres: “dejadme a la niña…. que le gusta mucho el pueblo”

    Hay amores que son para toda la vida……..

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